Ese silencio

Esta noche me hice una pregunta; ¿Qué respuesta puedo dar a mis sobrinos cuando me pregunten un día; qué es lo que recuerdo de la pandemia y el tiempo de cuarentena? Seguro, lo primero que recuerde, sea el agradecimiento a Dios por estar cerca de sus abuelos. Les hablaré sobre un aficionado de su auto que estaba feliz de no tener que usarlo, les hablaría sobre la ansiedad, la angustia y dolor por quienes se han ido. Esta sensación de desearle el bien al enemigo, de recuperar la fe, de volver a orar.

Puede que mis sobrinos ya estén en edad de entender lo que significa ver a un adulto llorar, porque probablemente eso pase. Puede que ya sea prudente tomar una copa frente a ellos y decir entre lágrimas: Chicos, lo que recuerdo, es ese silencio.

Ese silencio que acompañaba esos días y noches, ese que se convirtió en banda sonora de un mundo al que no estaba preparado. Era el ruido que hacía la incertidumbre, el abono para pensamientos pesimistas, una alarma recordatoria de la soledad. Ese silencio que me gritaba al oído todos los planes que no resultaron como pensé, que se acostaba al lado de mi insomnio, que me sugería considerar improbable todo eso que tenía como asegurado.

Sobrinos, ese fue el silencio que me habló constantemente y con el tiempo, dejé de huir de él y aprendí a responderle. Poco a poco empezamos a convivir. Cortaba su discurso con mis oraciones, interrumpía su lamento con canciones que me recordaban mejores épocas. Con el paso de los días, hasta aprendimos a compartir la casa.

Y entendí que el silencio es parte de esa nostalgia amarga, pero también, la voz que alimenta esa valentía para empezar de nuevo. El silencio parece un demonio, el más cruel asistente de los funerales, la peor respuesta a una pregunta de pareja, el libre transeúnte de un mundo desolado y atemorizado.

No nos engañemos, nunca nos llevamos con él.

Mejor pongamos música chicos. Que este lugar está muy silencioso y este mundo sigue siendo demasiado incierto.

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