Borrador número 0.0.0

Ahora sí se siente el tercer mundo.
Cuando en toda la humanidad las relaciones ya son un enredo, acá parecen condena.
Cuando ser vulnerable da cringe, y parecer un misógino inalcanzable da likes.
Cuando vivimos de indirectas en stories, de guiños con corazoncitos, de tiktoks con canciones dedicadas con coreografías, y de gente sola, muy sola, coqueteando desde el inodoro.

Y en medio de todo, está este pueblo olvidado de Dios.
Donde siempre amar fue jodido porque importaban los estudios, la provincia, los apellidos.
Donde la gente se relaciona tan poco que se casan entre primos, donde los niños ricos se turnan a las hijas de gerentes y los pobres se conforman con la única persona que conocieron en el barrio.
Amar en esta tierra patética siempre fue un desafío imposible.

En Ecuador la desconfianza es cultura.
Los prejuicios son moneda corriente.
La inseguridad se come cualquier posibilidad de intimidad.
Acá enamorarse es improbable: porque no hay tiempo, porque las distancias separan, porque la paranoia del día a día mata la calma que necesita un vínculo.
Y entonces terminamos todos escondidos, funcionales, ermitaños digitales: ansiosos, depresivos, despreciables.

Por eso le llaman tercer mundo: porque hasta el amor parece un lujo inalcanzable.
Y aun así, me queda la duda:
si acaso los milagros existen, o si todo esto no hace más que reafirmar que irme de Ecuador fue la mejor forma de seguir creyendo en ellos. O en esa posibilidad de que, otra vez, el amor me pueda sacar del tercer mundo.



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