Lo más curioso es que me gusta

Podría llamarse masoquismo sin perder esencia.

Podría rozar la tortura y, aun así, conservar su dulzura.

Podría ser autocastigo disfrazado de deseo, una forma retorcida pero eficaz de mantenerme vivo.

El asunto es que hay una sensación mágica y cruel,
una droga que arde y alivia,
un hechizo sin fórmula,
una mezcla dolorosa y deliciosa llamada enamorarse.

Es hacer que, de la nada,
alguien pase de ser nadie a ser todo.
Que un mensaje suyo se convierta
en dosis exacta de alegría,
una estaca en la rutina,
una luz que alumbra
el recuerdo de esa noche,
aunque no haya vuelto a pasar.

Y casi nunca es con la persona correcta.
Casi siempre es con la menos indicada,
la más impropia,
la que hace más ruido en el alma y menos en la vida.
La que llega despertando mis dudas
y me seduce hacia nuevos errores.

Y de repente, el magnetismo que saca otro clavo.
Dios susurrándote que hay felicidad al final del túnel.
Las ganas de saber de alguien cuando no querías saber de nadie.
Qué bien se siente sentirse ridículo
siguiendo lo imposible y lo improbable.

Pero qué bien se siente su presencia.
Qué dulce la ilusión que tejen sus mensajes.
Qué adictiva esa costumbre de ver sus fotos
y releer sus palabras,
como si al repetirlas, me dijeran algo nuevo.

Y cuando calla, cómo duele.
Y lo más curioso es que, a la vez, me gusta.

¿Será el duelo, disfrazado de impulso, buscando reemplazo a lo irremplazable?
¿Será que solo quiero despertar un corazón que murió en batalla y aún no se entera de que la guerra terminó?

Tal vez, simplemente, me gusta enamorarme.
Aunque sea a medias.
Aunque duela.

Porque lo más curioso
es que sufrir por amor
es, definitivamente, más hermoso
que sufrir por soledad.

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