EL FIN DE LAS AULAS

Chicas, chicos. Se acabó la clase.

Lo que empezó en un café en el que me convencieron de volver a enseñar, después de jurar que no lo haría, terminó siendo mucho más que una decisión: fue una década de aprendizajes.

De repente me vi ahí, frente al primer grupo de estudiantes, con la ilusión encendida y los nervios bien escondidos. Así empezó un camino de 10 años en el que tuve que actualizarme una y otra vez, aprender a dirigir grupos, adaptarme a cada nueva generación y tratar de hacerlo un poco mejor cada semestre.

En el camino, vi a estudiantes convertirse en profesionales brillantes. Me propuse ser más mentor que profesor: a veces lo logré, a veces no. Hice colegas, amigos y también detractores (porque eso también es parte de enseñar).

Hoy cierro esta etapa con gratitud: por haber compartido con docentes que admiro como personas y profesionales. Y por la gente maravillosa que hace que la UDLA siempre tenga un lugar en mí, como una casa que no se abandona del todo.

Pero esta clase termina. Porque a veces hay que parar cuando la vocación tropieza, cuando las fuerzas faltan, cuando obligas lo que debería nacer de voluntad. Cuando ves que el costo es mayor que el beneficio. Porque todo tiene un horario. Porque algunas cosas han cambiado demasiado y otras no han cambiado nada.

Me voy con la nostalgia de un graduado que extrañará a sus compañeros; con la alegría de haber sentido en las aulas mi propósito de vida; con la satisfacción de haberlo dado todo con el corazón; y con la esperanza de volver algún día a enseñar.

A mis exalumnos: en esta profesión las marcas suelen ser ingratas; ustedes no tienen por qué serlo. Termina la clase, pero no el aprendizaje. Y si tienen alguna pregunta, levanten la mano y levanten la voz, saben que siempre estoy para escuchar.

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