Sobre los milagros

Hablemos de milagros; de esas cosas que se pudieron considerar ilógicas, imposibles, tiradas al tacho de la desesperanza y colgadas en el guardarropa de lo que pudo ser. Hablo de ti.

Eran altas horas de una noche de luna llena, una de esas en las que ahogamos las alegrías con las amistades y las penas con alcohol. Cuando de repente, lo que parecía ser otro mensaje de este juego constante de proveerse de besos, resultó ser algo con tu nombre. Quedé petrificado, maravillado, ilusionado, impresionado. De repente, eras tú.

Y así, en un debate silente con mi culpa, en un empujón de mi ilusión y con una regresión de tu compañía, me atreví a decirte algo, sabiendo que cada segundo a la espera de tu respuesta significaría una tortura medieval, pero de esas torturas masoquistas en las que la simple posibilidad ya valía la pena.

Me hablaste, y de repente algo pareció nunca haberse ido. Contuve las ganas de gritar que lo siento, que me arrepiento, que dejaría de nuevo este ridículo pueblo ciego por la posibilidad de verte de nuevo. Que te extraño desde aquella despedida rodeada de trenes y gente, desde ese beso agripado en un aeropuerto que ya no existe. Quería gritar que he consagrado tu nombre, que había decidido rendirle culto a tu memoria, que te habías convertido en el único referente de lo que me haría volver a ser el mismo. Pero no, apenas elegí responder aquel problema que me habías contado, nada más, nada menos.

Gracias, porque tus pocas palabras significan esperanza, tus pequeñas aperturas para mi son milagros, porque alzo la mirada y veo la ventana, tomo un poco de aire y me pregunto: ¡Puta madre! ¡¿Qué carajo estoy haciendo aquí?!



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